Era profundamente
infeliz.
Le asfixiaba la angustia de no poder regresar
a su rutina de antes,
a las siestas de proyector y chimenea,
al hábito del espacio protegido.
No sabía entonces
que con la vida es inútil negociar.
Aunque nos arrolle el tren de la tragedia,
sobrevenga un acontecimiento demoledor
o nos alcance el abandono,
las cosas pasan,
y no queda más remedio que asumirlas,
apretar las mandíbulas
y resistir;
pero a él dolía el pasado,
insuperable, fantástico, hiperbólico,
y el presente le parecía un estado desagradable
que odiaba soportar.
Después de tanto tiempo,
confieso que me produce cierta satisfacción
formar ahora parte de esos recuerdos
que a él tanto le gustaba idealizar.
Rosales
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